Nachito

Nachito

    Nachito tenía casi seis años. Era rubio y flaquito. Parecía un güin, según decía su abuela. La abuela era alta y delgada, y de canillas muy flacas; tenía una voz chillona, como la de un querequeté. Ella quería a Nachito, pero Nachito “era malo como la quina”.
    —Malcriado que está —decía al padre.
    Y el padre:
    —Tú eres la que lo malcría.
    Vivían en un bohío de piso de tierra y techo de guano, en San Vicente, al fondo de uno de los hermosos valles de esa región y al pie de un mogote siempre verde y siempre lleno de torcazas y de ruiseñores.
    Además de su padre y de su abuela, Nachito tenía una mamá.
    —Vive allá arriba, ¿sabes? —le decía a Julito, su primo. Y señalaba con el dedo muy para arriba, hacia donde se veían pasar las nubes blancas sobre el mogote.
    El niño era casi feliz. Tenía un montón de gallinas, una guanaja con cinco guanajitos, guineas y dos gallos “quiquiriquís”, de plumas grifas. Además, amarrada con una cadena por la cintura, una jutía conga, mansa y buena como un perrito, a quien llamaba Panchita.
    Rodeado de este mundo maravilloso, ¿qué más podía desear Nachito? Pues, aunque no se crea, esta mañana él no era feliz. Tenía muchos animales: todos los de la tierra, todos los del aire; hasta un nido de frailecillos con cuatro huevos, en el prado donde pastaba la vaca. Y no era feliz. ¿La causa? Que entre todos aquellos bichos no había un majá.
    El padre le había dicho:
    —Un majá no es nada bueno. Da latigazos con la cola, y se come los huevos y los pollos.
    Pero Nachito no entendía:
    —Yo quiero un majá. ¡Ya está!
    Y de ahí no salía. El padre, por broma, le había traído uno muerto; pero él, al ver que no se movía, no lo quiso.
    —Ese está muerto y horitica apesta. Yo quiero uno vivito y coleando.
    ——¡Bueno; si encuentro un jubito, te lo traeré.
    —No, no quiero un jubo; quiero un majá. Tiene que ser un majá ¡Ya está!
    El padre se encogió de hombros y fue a traer agua del río en una pipa. Y, sin que él lo notase, Nachito se montó detrás, saliendo del vara en tierra. Y cuando iba así por la guardarraya, vio en la rama baja de un mango un majá, durmiendo al sol. Quiso gritar de alegría, pero se contuvo por dos razones: porque el majá se podía escapar y porque el padre, que iba cantando bajito, lo regañaría por haberse subido allí, con lo peligroso que era. Se tiró al camino y se arañó un poco la pierna; pero era tanto su interés por el bicho, que ni cuenta se dio. En otra ocasión que no hubiera sido aquélla, habría chillado como un demonio para llamar la atención y el corre corre de la abuela; pero ahora lo importante no era él, sino aquella serpiente enrollada en aquella rama que estaba casi al alcance de la mano. Desde abajo la miraba y se preguntaba:
    —¿Cómo la cogeré? —Pensaba que era muy grande y gordo—. ¡Tremendo majá!
    A él le hubiera gustado uno más chiquito, más al alcance de sus posibilidades, pero como no había otro más que aquél, tenía que conformarse. Lo miró un rato y le pareció que era, además de gordo y grande, bonito. La piel era guarapeada, con puntos azulosos donde le daba el sol.
    —Como las plumas del gallo giro —pensó.
    Quiso subirse al árbol, pero no pudo. Entonces, pensando y pensando, se le ocurrió lo del palo. Buscó uno y lo trajo hasta el árbol.
    —Lo empujo, lo hago caer y lo cojo.
    Alzó la rama seca y larga, que pesaba, y tocó al animal. Estaba bien dormido, porque no lo sintió. Volvió a pincharlo, ahora con más fuerza, y el ofidio comenzó a moverse remolonamente y a aflojar los anillos, contrayéndose como si fuera de goma. Y como estaba cabeza abajo, empezó a descender muy despacio, como si no tuviera prisa.
    —Cuando llegue al suelo, lo agarro bien duro por la cabeza.
    “Si alguna vez te encuentras con uno, cógelo bien recio por la cabeza”, le había dicho una vez su tío Paco. Verás que no se mueve”. Y su tío Paco sabía mucho de estas cosas.
    El reptil, aunque despacio, iba descendiendo cada vez más y más, y pronto estuvo al alcance de la mano.
    —¡Cónfiti! ¡Qué gorda tiene la panza! —pensó Nachito.
    Y era que el animal se había comido hacía poco una jutía, o una rata, o un pájaro muy grande, y tenía como una hinchazón en la mitad del cuerpo. Y como estaba haciendo la digestión, se volvió a quedar dormido allí mismo, delante de los ojos asombrados del niño. Nachito, de puntillas y dándole brincos el corazón, se acercó lentamente a él. Alargó la mano. No sabía por qué, pero le temblaba. La retiró varias veces, sin atreverse a tocarlo; pero, de pronto, haciendo de tripas corazón, alargó enérgicamente la mano y lo tocó.
    —¡Micachis! ¡Está frío como una rana!
    Y, como el animal no se había movido, envalentonado, en un supremo esfuerzo, Nachito lo agarró fuertemente por la cabeza, tal como se lo había explicado su tío Paco. El majá, al verse despertado así de improviso, se movió bruscamente y comenzó a agitarse; pero el niño, con una mueca de asco en la boca, lo apretó más y más, con las dos manos. Nachito quería gritar, pero era tal su emoción, que no le salían las palabras. El majá, con convulsivas oleadas, pudo al cabo soltarse de la rama y dejó caer a tierra la cola, y, sin detenerse un instante en sus ondulantes movimientos, comenzó a rodear con sus anillos las piernas del niño. Nachito fijó su vista y vio claramente lo que pretendía hacer: “Me quiere poner una zancadilla. ¡Déjalo!” —y apretó más la cabeza del bicho, que lo miraba con unos ojitos que parecían dos bolitas negras de cristal. Unos segundos tan sólo, y Nachito perdió el equilibrio y cayó al suelo. Pero no soltó la cabeza por eso.
    —Lo que es morderme no me muerde —y apretaba duro, duro, que le dolían los dedos.
    El animal, terco en su empeño, seguía rodeándolo con sus anillos. “Tendrá que morirse, pues no lo dejo respirar”, pensaba él, mientras con las puntas de los dedos tapaba los huecos de la nariz del ofidio. La serpiente apretaba más y más, y el niño empezó a sentir la molestia de aquel abrazo, y fue entonces cuando le salió el primer grito, un poco ronco, al que siguieron otros cada vez más sonoros:
    —¡Papá! … ¡Papá!… ¡Papáaaaaa!…
    Y cuando estaba a punto ya de soltar la cabezota aquella tan horrible —pues estaba seguro, segurísimo, de que aquel condenado animal respiraba por algún otro agujero para él desconocido—, llegó corriendo el padre. A Nachito le pareció que estaba muy pálido, y tenía la boca torcida, como cuando se ponía bravo.
    —¡Nooo…! —gritó.
    Pero ya el padre, que había cogido a la culebra por la cola y la había desenroscado de un tirón, le destrozaba la cabeza contra el tronco del mango. Y con el animal muerto, se volvió hacia su hijo.
    —¿Pa qué lo mataste? ¡Ya yo lo tenía casi amansao! ¡Ni respiraba, micachis!
    Se volvió de espaldas y cogió por el camino, sin querer subirse a la carreta, sin volver la cabeza ni una sola vez.
    El padre no pudo ni sonreír. Tenía aún un nudo en la garganta y otro en el corazón.