Nachito

El ciclón

    El aire estaba revuelto y las hojas secas bailaban una zarabanda en enormes remolinos por todo el sitio. Los árboles se mecían violentamente y las nubes bajas corrían muy rápidas hacia el monte. La abuela tenía una cara larga de susto y el padre estaba atareado con un rollo grande de alambre y las tenazas, amarrando los techos y muchas cosas más. Nachito había preguntado, y la abuela, seca y nerviosa, le había dicho:
    —Dicen que viene el ciclón.
    Para él aquello del ciclón era una cosa nueva, y, no se sabe por qué, le pareció que lo que llamaban ciclón debía ser un hombre muy, pero que muy gordo, y se asomaba a cada momento a mirar. Pero por el camino no venía nadie.
    —Papá, ¿por qué amarras el techo de la cochiquera?
    —Pa que el viento no se lo lleve por el aire.
    A la verdad que el padre tenía ganas de bromear. ¿Cuándo se había visto que el viento se llevase una casa tan grande como aquélla por el aire? Y como el padre estaba tan serio como la abuela, pensó que algo pasaba, pero no sabía qué. Ya iba a ir hacia la cocina para preguntarle a ella de nuevo, cuando el padre lo llamó:
    —Ven a ayudarme a llevar las gallinas y los pollos.
    —¿Pa dónde?
    —Pa la casa de tabaco.
    —¿Y por qué?
    -Pa que el viento no se los lleve.
    ¡Y dale con el viento! Es verdad que soplaba el aire y que las matas se movían y las hojas volaban. Pero eso había sucedido otras veces, cuando venía una tormenta muy grande. El padre ya le alargaba los primeros pollos, y él observó que el jaulón estaba lleno.
    —¿Cuándo los metiste ahí?
    —Anoche. Me pasé toa la noche cogiéndolos de encima de los árboles.
    —¿Y pa qué?
    —Ya te lo dije. Pa que el ciclón no se los lleve. El otro me mató casi toa la cría.
    —¿Y pa qué dejas que el hombre gordo llegue hasta el bohío? ¡Métele un tiro con la pistola pa que no se lleve los pollos!
    —¿De qué hombre gordo estás hablando?
    —De ése que se llama Ciclón.
    El padre lo miró un instante con estupor y, de pronto, comprendió. Comenzó a reír y a reír, con aquella su risa fuerte y contagiosa.
    —¿Quién te dijo que el ciclón es un señor gordo?
    —Nadie. Yo que lo sé.
    —¿Cómo que lo sabes?
    —Se llama Ciclón, ¿no? ¡Pues tiene que ser gordo!
    El padre se doblaba por la cintura, y acudió la abuela, sujetándose las faldas para que no se le levantasen, pero dejando todas las canillas al aire.
    —¿Qué es lo que pasa?
    —Que Nachito se ha creído que el ciclón es un señor gordo que se viene a llevar las gallinas.
    Ahora rió la abuela. Nachito estaba amoscado.
    —Bueno; si no es gordo, será flaco…
    Y vuelta la risa. Los dos se habían olvidado de todo por un momento y reían como locos. El niño se enfadó y dio una patada en el suelo.
    —Bueno, ¿y de qué se ríen? ¿No es gordo ni flaco? ¿Entonces, qué es?
    Después que se hubieron calmado, el padre le explicó lo que era un ciclón. Tuvo que repetírselo varias veces, porque el niño no lo entendía muy bien. Y cuando estuvo completamente enterado, se puso muy alegre, porque pensó que un ciclón era algo muy divertido. El padre y la abuela no lo creían así, y volvieron a sus caras largas y a su trabajo febril.
    Poco a poco, las gallinas, los guanajos, la chiva, los patos, todo estuvo encerrado en la casa de tabaco. La abuela había revisado a las gallinas, y las que tenían huevo las puso en el bohío, debajo de unos cajones y unas latas de manteca, para que no rompieran las posturas. La casa estaba que daba grima, pero a Nachito le gustaba aquel alboroto. De pronto se acordó que faltaba algo:
    —¿Y los guineos? ¿Por qué no los encierras?
    —A ésos no hay quien los coja. Son muy jíbaros. No te preocupes; se esconderán en el cañaveral, y los que no se ahoguen, volverán. Ellos saben mucho.
    —¡Micachis! ¡Ahogaos no sirven pa na!
    La finca se fue sumiendo poco a poco en una débil y extraña semioscuridad. El viento ululaba de un solo lado, y el padre, asomado en el portal, miraba las nubes preocupado.
    —Si cambiara de rumbo.
    —No, que venga —dijo Nachito—. Quiero saber lo que es un ciclón.
    —Mejor que no lo sepas.
    —¿Por qué?
    —Tumba las casas, desborda los ríos, ahoga el ganao, mata a la gente. Es la ruina.
    Y encendió un cigarro y lo botó en seguida, y volvió a encender otro. Nachito se hizo el disimulado y recogió el cigarro del suelo; miró al padre de reojo y, rápido, le dio una fumada. El humo le encandiló los ojos y le hizo cosquillas en la garganta. Tosió.
    —¿Qué haces?
    —Na. Estaba apagando este cigarro —y lo hizo polvo con el pie, mientras aguantaba como un hombre las ganas de toser que tenía.
    La abuela gritó desde dentro:
    —Oye, m’ijo, lo que está diciendo la radio.
    Los dos entraron. Nachito oía los partes y aquello de trancar bien las puertas, limpiar las azoteas, quitar los cines; y no entendía nada. Le gustaba el aire fuerte que le azotaba el rostro, y que tenía un olor nuevo que él nunca antes había aspirado.
    A eso de las ocho la oscuridad era casi completa dentro de la casa, pero fuera una luz difusa se enseñoreaba de todo. El viento, a rachas, armaba como una pelea de gatos encelados encima del techo. Dos ratas, mojadas y pavoridas, entraron en la casa, cayendo del guano, y la abuela y el padre las mataron a escobazos. Todo retemblaba, y polvo, tierra menuda, hojas secas y hasta pequeñas ramas se colaban dentro, cayendo desde el techo o metiéndose por las rendijas de la puerta. Nachito miraba hacia afuera por una ranura entre dos tablas, siempre hacia el camino, para no perderse nada cuando el ciclón, esa cosa extraña y misteriosa, entrara por allí.
    —Niño, quita de ahí las narices, que te las vas a poner ñatas —le decía la abuela mientras encendía otro quinqué. Todos los quinqués habían salido a relucir.
    —Vas a acabar con el lubrillante. ¿Pa qué tanto quinqué? —dijo el padre.
    —Voy a hacer chocolate.
    —¿Qué vas a hacer? —gritó Nachito, que no había oído bien.
    —Chocolate.
    —¿Chocolate?
    —Es verdad; no sabes lo que es. Tú nunca lo has probado. Vamos a ver si te gusta.
    —¡Ah, es comida! —dijo despectivamente el niño, que ahora no estaba para eso. Y pegó de nuevo la nariz a la rendija, oliendo fuerte y mirando lo que afuera sucedía.
    El padre se puso a clavar otra tranca en la ventana del cuarto y Nachito aprovechó la ocasión para escaparse por la puerta de atrás, donde no hacía viento, y se fue para el portal. ¡Dios, qué remolinos de hojas, de ramas y de lluvia! Los árboles se arqueaban, y parecía que se iban a desgajar o a salir de raíz. Miró para el platanal y lo vio en el suelo, y comenzó a gritar desaforadamente. El padre salió al portal.
    —¿Estás loco? ¿Cómo has salido para acá?
    —¡El platanal! ¡Está tumbao!
    —Déjalo. Aquí hay peligro. Viene una lata volando y te corta la cabeza.
    Nachito miró y no vio ninguna lata volando, y pensó si su padre se estaría volviendo loco, pues él nunca lo había visto hacer tantos aspavientos.
    —Vamos; dale pa dentro.
    Cuando entraron, un olor fuerte y delicioso se le metió narices adentro, hasta hacerle cosquillas en las mismísimas tripas.
    —¿Qué es? —gritó excitado Nachito.
    —¿El qué? —brincó asustada la abuela.
    —Eso que huele tan rico.
    —¡Ah, me habías asustao! Eso es chocolate.
    —¿Chocolate? ¡Déjame probar!
    —No; espera que se enfríe. Si lo pruebas así como está, te quemarías las bembas.
    —Y me las quemo.
    —¡Puedes creer que no!… ¡Apártate! Espera a que yo sirva! No seas mal educao.
    —Yo quiero ahora el chocolate —y se empinaba para ver lo que tenía el jarro sobre el fogón, oliendo como un perrito.
    La abuela lo cogió y lo sentó en una silla.
    —No te muevas hasta que se te avise, ¿oíste? ¡Tan malcriao como estás!
    Ya nada le interesó a Nachito lo que ocurría fuera. Su corazón estaba preso de un nuevo amor, en forma de jarro, que echaba en el fogón una débil columnita de humo, y en el humo esparcía el más rico aroma que narices humanas hubieran olfateado jamás. Nachito sentía que por momentos se le llenaba la boca de saliva, y, para ganar tiempo, acercó el taburete a la mesa, cogió su jarrito de lata y, como en las grandes ocasiones, se puso un trapo a modo de servilleta amarrado al cuello. La abuela se volvió y le clavó una mirada terrible.
    —¡Qué prisa tienes! Deja que se repose un poco. Está muy caliente.
    —A mí me gusta caliente.
    —Caliente da retortijones de barriga.
    —¡A mí me gusta caliente y me gustan los retortijones de barriga! ¡Ya está!
    —¿Qué sabes tú, si nunca lo has probao?
    —A mí me gusta caliente. ¡Dámelo! —afirmó rotundamente Nachito.     —Acabas con la paciencia de un santo. M’ijo, ven pa la mesa, que lo voy a servir. ¡Condenao muchacho! ¡Tiene la cabeza más dura que un coco seco! M’ijo, vamos.
    —Hay una gotera en el cuarto del niño.
    —¡Y dale con las goteras! Pipo, ven pa acá —urgió impaciente.
    —Hay una gotera tremenda.
    —Ponle mi orinal.
    El padre rió, y lo puso, como él lo indicara. No se le había ocurrido. Vino hacia la mesa.
    —El día está como para chocolate. Hay humedad, y fresco —dijo la abuela.
    —Y huele bien —repuso el padre.
    —Lo hice cargadito.
    —¿Le echaste una yema?
    —Como siempre.
    —¿A la española?
    —A la española. A mí clarito no me gusta.
    —Bueno, se van a dejar de hablar boberías, y me sirves mi chocolate, abuela?
    —¡Jesús, qué niño!
    —Vamos, sírvele a él primero. Chocolate de ciclón —recalcó el padre, y le hizo una caricia, alborotándole el pelo rubio.
    La abuela fue al fogón, cogió un papel doblado y agarró el jarro, que humeaba. Lo alzó hasta el techo y lo bajó luego solemnemente, con una cara risueña y pícara, para cuquear la impaciencia del nieto. El niño la miraba con los ojos encandilados y media lengua fuera de su sitio, relamiéndose de antemano. Y cuando estuvo junto a la mesa, alargó la mano:
    —No toques el jarro, y no te pegues, no sea que salte el líquido y te achicharre. Esto quema más que leche de guao.
    —Huele bien —volvió a afirmar el padre—. Debe estar sabroso.
    —¡Apura, chica!
    La abuela inclinó el jarro, y de su interior salió aquella masa líquida, pero espesa, oscura, ennegrecida aún más por la oscuridad reinante, y fue cayendo dentro del jarrito del niño. Nachito abrió mucho los ojos. La respiración se le contuvo; y pronto, un gesto de asco y de desaliento entremezclados se adueñó de su rostro, momentos antes tan afanoso. Y dejó escapar una exclamación:
    —¡Micachis, abuela! ¡Está achicharrao! ¡Tanto hablaste, que se te quemó! ¡Está más negro que el carbón!
    El padre reía y reía y reía. Parecía que iba a rajar el taburete. La abuela exclamó:
    —¡Qué muchacho! ¡Qué cosas se le ocurren!
    —¡Está quemao! ¡No lo quiero! y se fue refunfuñando y llorando a su cuarto, dándole una patada al orinal de la gotera.
    Tras mucho hablarle y explicarle, el padre lo convenció de que aquello estaba en orden, y como ya estaba frío, lo probó. Primero, receloso; después, con curiosidad, más tarde, paladeándolo, y por último, engulléndolo, haciéndose un gran bigote carmelita con el chocolate.
    Aquel ciclón se fue y no hizo mayor daño en el sitio. Pero cuando hablaban de ciclones, Nachito pensaba que ciclón quería decir chocolate, y deseaba que viniera uno todos los días.