La pistola

Se le quedó plantado allí, en medio del patio, mirándolo con los ojos muy abiertos y los brazos en jarras.
—¿Qué te parezco? —le preguntó el padre.
Todavía no contestó. Lo repasó despacio de los pies a la cabeza.
—¿Qué te parezco? —volvió a preguntar, ahora con cierta impaciencia.
Nachito, sin proferir palabra, lo rodeó lentamente. Luego se decidió: lo que más le gustaba era la pistola, y quiso tenerla.
—No, eso no puede ser.
—¿Y por qué no?
—Las armas son peligrosas.
—¿Más que las arañas? … ¿Más que el majá?
—Más, mucho más. Se escapa un tiro y no se sabe a dónde va a parar.
—Mi revólver no mata, y yo juego con él.
—No, el tuyo no, porque es de juguete.
—¿Cuando yo sea grande, voy a tener un traje así como el tuyo?
—Sí, cuando seas grande, lo tendrás. Pero si te portas bien, podrás tener pronto uno de pionero.
—¿Un revólver?
—No, un traje.
—¡Ah, pipo! —y torció la boca en un gesto de disgusto.
En eso salió la abuela sobre sus canillas flacas y se llevó la mano a la boca con su mejor gesto de asombro.
—¡Ya!
—Ya —dijo sencillamente el hijo.
—¡Ya eres miliciano! —Y comenzó a llorar, porque la pobre se echaba a llorar siempre en cada ocasión solemne.
—Vamos. Déjate de eso.
—Es de alegría. ¡Si tu hermano muerto te viera!
El hermano muerto era el menor de los dos. De aquello hacía mucho tiempo. Lo habían asesinado dos meses después de lo del Moncada. Apareció en una guardarraya. Lo habían torturado antes.
—Por mi hermano lo he hecho, y por los otros como él. Hay que estar preveníos.
—¿Preveníos, pa qué? —preguntó Nachito.
—¿Pa qué? —repitió sobresaltada la anciana, fijando sus ojos claros en los firmes de su hijo, que ahora brillaban intensamente.
—Pa lo que sea. Pa una emboscá. Pa una revuelta… Pa una invasión. Pa lo que sea, pero hay que estar apreparaos.
—Y… ¿vas a disparar con… con eso? —y la vieja señaló a la cintura del hijo.
—No me gustaría, pero si fuera preciso… —La voz se le había hecho más grave y más ronca que de costumbre.
—¡Cállate! —dijo ella, y volvió a llorar de nuevo. Pero sorbió un poco, apretó los dedos flacos y arrugados, sacó fuerzas y lo volvió a mirar emocionada.
—Te queda lindo. Pareces más hombre —y lo atrajo hacia ella y lo besó en la frente. Nachito observó que era más alta que él, y no supo por qué, pero le pareció la abuela más bonita en aquel momento.
Aquella tarde Nachito vigiló estrechamente al padre. Él dormía todas las tardes la siesta, y, como hacía calor, se quitaba la ropa. El niño lo vigiló desde el exterior, por la ventana, disimulando con una lagartija. A poco, el padre roncaba, y entonces se deslizó dentro. La abuela estaba desgranando maíz y ni se dio cuenta. Nachito cogió el revólver y, en puntillas, salió afuera.
—¡Qué lindo es, micachis! —dijo—. ¡Y pesa! El mío es una basura; no pesa.
Estaba dentro del gallinero para que no lo descubrieran. Las gallinas que iban a poner se alborotaron un poco, pero luego siguieron como si tal cosa, mirándolo curiosas desde donde estaban echadas.
—El mío no tiene agujero. Está tapao —y miraba por el cañón hacia dentro.
Luego jugueteó con el gatillo:
—¡Pa, pa, pa, pa, papapapapaaaaa!
El gallo lo miró con desconfianza, abrió las alas, las agitó dos veces y optó por quitarse de en medio.
—¡Cobarde! —pensó, y viró el arma hacia el guanajo.
—¡Pa, pa, pa, papapapaaaa! —disparó de nuevo.
El guanajo lo miró con aire estúpido e indiferente, encogió el moco y salió despacito, sin hacerle mayor caso. Nachito se asomó a la puerta desconcertado.
—Si hubiera querido, te mataba; pero no quise porque tienes guanajitos… y no es Nochebuena. Si fuera Nochebuena, te quedabas sin una pluma.
El guanajo abrió la cola en abanico, gritó: “¡jujujujuuuu!”, y se puso a hacerle la rueda al gallo, que se estaba revolcando en el polvo. El malayo miró aquello ofendidísimo; se levantó, bajó la cabeza, erizó las plumas del cuello, reculó tomando impulso, y se le fue para arriba, tirándole un par de espolonazos. El guanajo salió chillando, con el moco colgando y la cabeza morada.
—¡Cobarde! ¡Tan grande como eres y le tienes miedo al gallo malayo! —le gritó despectivamente Nachito.
Pero el animal, por toda respuesta, se puso a escarbar en el montón de palmiche para los puercos. Nachito abembó los labios en son de burla, y se deslizó de nuevo dentro del gallinero, dejándose caer de fondillos en el suelo.
—Estas son las balas —recapacitó, metiendo el dedito por la rendija que le dejaba ver los proyectiles—. Son doradas y de verdad. Las de mi revólver son de mentira; no sirven. Me gustaría tener una bala de éstas de verdad.
Y comenzó a darle vueltas a aquello. Pero no salían.
—¿Cómo las habrá metido pipo aquí? —se preguntó. Levantó la cabeza asustado, porque de su embebimiento lo había sacado el grito estentóreo de una gallina que acababa de poner un huevo y lo anunciaba desaforadamente a todo el gallinero y patios y fincas colindantes.
—¡Cállate, condená! ¡Cállate, que vas a despertar a pipo! ¡Como si hubieras puesto una tortilla!
Pero la gallina seguía escandalizando, “¡cacaracá, cacaracá!”, como si tal cosa.
—¡Ahora verás!
Le apuntó con el revólver y haló el gatillo: retumbó un trueno, salió una bola de fuego y Nachito cayó de espaldas en la tina de agua donde bebían las gallinas y los puercos, y se puso hecho un asco.
—¡Papáaaaa! —gritó lleno de espanto.
De cuatro trancos y en ropas menores estaba el pobre padre en el gallinero, donde se había formado una algarabía infernal. La gallina que momentos antes cacareaba triunfal su huevo recién puesto, atravesado el pescuezo por el proyectil, daba unos brincos enormes, manchando de sangre todo lo que se ponía a su encuentro. Nachito estaba rojo de sangre de los pies a la cabeza.
—¿Te ha pasao algo? —dijo con voz temblorosa el padre. Y, febril, le sacaba la ropa y le buscaba la probable herida en el cuerpo. Y como viera que no tenía nada y que la sangre era de la gallina, rotos los nervios, comenzó a llorar con grandes sollozos, mientras lo apretaba muy fuerte contra su corazón.
La abuela llegó corriendo encima de sus canillas, alborotando más que la gallina herida.
—¡Este niño me mata, me mata! ¡Dale un par de nalgás! ¡Capaz de que se hubiera matao!
Nachito la miró bravo y, secamente, como si la cosa no hubiera sido con él, le dijo terminante:
—¡Vamos, no chilles más, abuela, y coge la gallina pa que hagas una sopa!
Se volvió a su padre, que estaba pálido y como enfermo:
—Tengo buena puntería, ¿eh, pipo?
Y salió tan campante, disparando con una pistola invisible:
—¡Pa, pa, pa, papapaaaa!