Lágrimas

Las gallinas, en fila, iban detrás del arado cantando bajito. La tierra se abría y de su entraña salían minúsculos animalejos brotados a la luz sorpresivamente, de los cuales las aves daban cuenta enseguida, en un breve corre-corre, con el pico alargado sobre la tierra y las alas extendidas. Nachito las miraba devorar los bichos, y sonreía.
—¡Qué gandías! ¡Por eso tienen siempre el buche que les explota!
—¡Musicón! ¡Cara ‘e luna! —gritaba el padre a los bueyes remolones.
El arado chillaba y los surcos se abrían rectos, y de las entrañas de la tierra salía un vaporcito que sorprendía a Nachito.
—Pipo, ¿los bichos fuman?
—¿Cómo que fuman?
—Mira el humo que echa la tierra.
El padre se echó a reír como de costumbre.
—Siempre te ríes de lo que digo —protestó amoscado Nachito.
—Eso es el vapor. La tierra está caliente y húmeda. Cuando la pongo barriga al aire, sale el vapor. Eso es lo que ves. El sol tiene que ver también con eso.
—¡Ah! —pero se quedó como antes, sin saber lo que era el vapor.
El sol caía a plomo y los penachos de las palmas que bordeaban la guardarraya no se movían. Hacía mucho calor. El padre se pasó la mano por la frente, apoyando el pulgar sobre las cejas, y cayó a tierra un chorrito de sudor. Nachito quiso hacer lo mismo, pero a él no le salía. Estaba fresco, como si el calor no fuera con él.
—¿No tienes calor?
—¿Yo? No.
—¿De qué pasta estarás tú hecho?
—De pasta de guayaba —dijo el niño, risueño, como siempre que el padre le preguntaba lo mismo.
El campesino lo miró sonriente, con una mirada llena de ternura. Había detenido los bueyes para dar una fumada, y estaba allí, frente a su hijo, como quien estuviera frente al más hermoso de los paisajes. Parecía un dios estatuario, con el pecho desnudo y sudoroso, el sombrero de yarey un tanto levantado sobre la frente, los bíceps poderosos, el traje pobre, la cara, el cuello, los brazos, todo él, cubierto de polvo rojo. Encendió un cigarro y le dio una larga fumada, mirando fijamente a su pequeñuelo, con los ojos entrecerrados por el humo.
—¿Por qué me miras así?
—Estaba pensando.
—¿Pensando qué?
—En lo que será de ti.
—¿Eh?
—Tienes casi seis años. En setiembre comenzarás a ir a la escuela. Ahora sí que tenemos la escuela cerca. Podrás aprender a leer y a escribir.
—Yo no quiero leer ni escribir. Yo quiero pintar muñecos.
—Podrás estudiar… —una pausa. Una bocanada de humo—. ¡Si yo hubiera podío estudiar! … —y se quedó un largo rato en silencio, la mirada perdida en no se sabía qué lejanos recuerdos, con un brillo duro y sombrío, no frecuente en él. Unos bueyes distantes mugieron, y Musicón les respondió con un mugido largo y triste.
—Si yo hubiera podido estudiar, ¡otro gallo cantaría!
—¿Otro gallo? ¡Si no ha cantao ninguno! … Musicón fue el que…
El guajiro no lo oyó. La cara se le había puesto turbia, como si un río tormentoso le corriera por dentro. Eran los malos recuerdos, el pasado.
—Sí, pero ya todo eso pasó —y salió de su silencio.
—¿Qué es lo que pasó? —preguntó Nachito, que no entendía nada.
—El pasao. La miseria. El plan de machete. El bocabajo. La salación.
—Oye, ¿qué tú estás hablando ahí? ¿Eso es conmigo?
—Es verdad. Tú eres muy chiquito. Tú no puedes entender esto.
Lo alzó y lo elevó hasta el sol. Los rayos, atravesando su pelo, se volvían oro, oro purísimo, una riqueza que no podía comprar hombre alguno y que el guajiro gozaba con fruición en aquel momento.
—Tienes ojos claros… inteligentes. Podrás estudiar… hacerte un hombre… Podrás escoger… Tendrás una razón de vivir… —y volvió a quedarse mirando al vacío.
Nachito se puso serio. El padre le hablaba con una voz nueva, que él no conocía. Sabía que no estaba bromeando, y se puso serio, mientras con una mano le alisaba el pelo que se escapaba rebelde por debajo del sombrero de yarey. Hubo un largo silencio. Luego, el padre concluyó, dejándolo en tierra suavemente:
—Te podrás casar y tu mujer no se morirá de anemia. Están haciendo hospitales por dondequiera.
¿Tenía lágrimas en los ojos? Al niño le parecieron lágrimas. Pero no se lo pudo decir, porque el hombretón se había vuelto de espaldas y ya azuzaba los bueyes con su voz de siempre:
—¡Musicón! ¡cara ‘e Luna!!
La tierra se abría gozosa, dejando escapar su olor sabroso y peculiar. El hombre volteó la cara hacia los surcos que se perdían a lo lejos. Los vio en un instante cubiertos de erectas plantas de maíz, dorándose al sol.
—¡Y pensar que esto es ya mío! —murmuró.
Nachito se le pegó y le cogió la mano. Él se la apretó y, con un impulso, lo alzó de nuevo hasta el pecho.
—¿Qué te pasa? —preguntó asustado.
—¡No dejaré que te la quiten!
—¿Que me quiten qué?
—La libertad.
—¡Me estás apretando!
Él aflojó el abrazo, y salió poco a poco de su ensimismamiento. Vio ante sí a su hijo tierno, débil, con la carita angustiada, y, sonriendo, se agachó frente a él.
—Eres como una espiguita. Pero crecerás. Serás hombre y verás… Verás lo bueno que es vivir en una tierra que es toda tuya.
Y Nachito vio otra vez lágrimas en los ojos del padre. Y estiró un dedito y tocó la lágrima, y la lágrima rodó y cayó en la tierra y la tierra la bebió ávida, como diciendo “sí” a aquel riego nuevo de la dicha.
