El cumpleaños

Desde por la mañana había alboroto en el sitio. La abuela se había levantado todavía a oscuras, y el padre ya había encendido el fuego fuera, con los troncos que había apilado el día anterior. Aunque los dos hicieron el menor ruido posible para que no se despertara Nachito, ya éste estaba en pie, como su madre lo trajo al mundo, asomado a la ventana de la cocina que da al patio.
—Y… ¿qué vas a hacer?
—Matar un cochino.
—¿Hay fiesta?
—Hoy es tu cumpleaños. ¿Lo olvidaste?
—¡Ah, es verdad!
Y se llenó de alegría y empezó a brincar, con sus redondas nalguitas de gelatina brillando en el aire.
—Muchacho, ¿no te da vergüenza? ¡Vaya a vestirse!
—Hace calor —dijo el padre—. Déjalo como está.
—No, señor. La ropa se hizo para ponérsela uno. Venga para acá, que está igualito que Adán.
—¿Qué Adán? ¿Y cómo estaba ése?
—Encueruso, en el Paraíso.
—¿Y qué es el Paraíso?
—¡Ah, yo qué sé! No lo he visto nunca. ¡Ay, qué niño este más preguntón! ¡Lo pone a uno en evidencia!
Lo vistió. Le dio un beso y, luego, un coscorrón, porque no se quería tomar la leche. Estaba excitado. La matanza del lechón era siempre un acontecimiento para él. Mientras, la abuela trataba de peinarlo.
—Pipo, yo le agarro el rabo —le gritó al padre.
Y el padre:
—Pero bien fuerte, que la otra vez por poco se te escapa el lechón.
—¡Bah!, era porque yo estaba muy chiquito.
—¡Y ahora eres todo un hombre! ¡Resalío! Ya estás —y la abuela le dio un papirotazo con el peine.
Nachito corrió junto a su padre y se puso a hacerle mil preguntas.
—¿Ya pusiste el agua caliente?
—¿No la ves?
—¿Afilaste el cuchillo?
—Corta un pelo en el aire.
—¿Y el cubo pa la gandinga?
—Anda y tráelo.
Fue y lo trajo.
—¿Quiénes vienen?
—Dos o tres nada más.
—Tan pocos. ¿Es que el lechón es chiquito?
—No, el lechón es grande. Pero vienen pocos.
—¿Quiénes?
—Julito y sus padres…
—Julito… ¡hum!… ¿Y quién más?
—Nemesio y la señora.
—¿La que come tabaco?
—¡Nachito!
—¿Y quién más?
—Juan.
—¿Con el tractor?
—No sé si vendrá con el tractor.
—Si no viene con el tractor, no come lechón.
Nachito tenía delirio con el tractor de Juan y con su “yipi”. Cuando él venía, no hacía más que subirse al carro y revisarlo todo. Había que quitarle la llave del encendido, porque ya hasta había aprendido a darle al chucho. Se pasó toda la mañana hablando de eso.
Ya estaba muerto el lechón, colgado del tamarindo y limpio, y ya andaba su padre colgando la hamaca para asarlo, cuando llegaron Julito y su padre.
—¿Dónde están los chicharrones? —gritó Julito, sin saludar siquiera.
—Pareces bobo —le dijo Nachito, y señaló el cadáver del cerdo que colgaba crudo del árbol.
—A mí lo que me gustan son los chicharrones. ¿No han freído?
—No.
—¿Quién lo mató?
—Yo y pipo. Lo agarré por el rabo.
—¡Bah, el rabo! ¡Eso lo hace cualquiera!
Nachito iba a responderle, pero se calló. Recordaba lo de los tomeguines y no quería peleas con su primo, que parecía que lo había olvidado todo.
—Pipo, ¿cogemos limones para el mojito?
Los dos hombres se rieron.
—Siempre tiene una ocurrencia —dijo el padre, embobado—. Anda, cógelos.
Los dos emprendieron una carrera hacia los limones.
—En ésa no.
—¿Por qué?
—Porque hay un nido de sinsontes.
—¿Tienen pichones?
—No.
—¿Y huevos?
—Tampoco.
—¡Bah, entonces no sirve!
Tenía sinsontes pichones, pero Nachito no se fiaba de aquel cazador de pájaros y por eso lo alejó de aquel lugar.
Llegaron con las manos llenas de limones. Los hombres estaban acomodando el puerco en la hamaca, sobre el fuego. La abuela traía una taza con mojo y una escobita hecha con hojas de mazorca.
—No tiene gota de grasa —ponderó el padre.
—Está de primera —señaló el padre de Julito.
—Criao cimarrón en el monte de encinos.1
—Las bellotas son un buen alimento.
—¿Vas a tumbar los cocos?
—No, que vaya tu tío con ustedes. Yo tengo que hacer.
—Vamos.
Cuando llegaron al cocotal, el padre de Julito se quitó los zapatos y la camisa y se trepó como un mono. Ellos quisieron hacer lo mismo, pero no pudieron.
—No puedo con los tenis. El otro día estaba descalzo y subí.
—Mentira.
—Verdad.
—A ver, descálzate.
—Abuela no me deja.
—¡Abuela no te deja! Lo que pasa es que eres un cuentista.
Cayó el primer coco y por poco le da en la cabeza a Julito. Nachito dio un salto y se alejó. En eso vio que llegaba Juan con su “yipi” y salió disparado.
—¡Juaaan! ¡Déjame manejarlo!
—Como que no.
Juan lo alzó y lo hizo volar por los aires, cosa que le gustaba a Nachito. Reían los dos, alborotando a los guanajos debajo del naranjo. De pronto el hombrón se puso serio.
—¿Dónde está tu viejo?
—Atrás de la casa, con el lechón.
Juan lo alzó, cargó y lo puso dentro del carro, y se dirigió al fondo. En cuanto vio la cara que traía, él, que estaba remojando cuidadosamente el cochino, comprendió que algo ocurría.
—¿Qué pasa?
—Han atacao esta madrugá.
—¿Atacar? ¿Por dónde?
—Por Matanzas, creo. Un lugar que le llaman Girón, en la Bahía de Cochinos. Me han mandao a pasarle aviso a todos. ¿Está Julio aquí?
—Está tumbando cocos. ¿Tiene que ir también?
—También. Todos.
—Pues andando.
—¿Y el puerco?
—Mi vieja se entiende.
Llegó la abuela con dos tazas de café.
—Mamá, nos vamos.
—¿Irse?
—Sí. No hagas comentarios pa que no se asusten los muchachos. Nos han llamao. Me pongo el uniforme y salimos.
—¿Pasa algo? —lloriqueó la abuela.
—No. Una reunión. Urgente, ¿comprendes? Cuida de los niños. Me da pena dejarte con todo.
—No. Horitica llegan Nemesio y su mujer, y la mujer de Julio, que ésa pega como es. No te dé pena —y sorbió ruidosamente su preocupación.
Unos minutos después los tres hombres se alejaron, levantando una nube de polvo. La abuela lloraba y se limpiaba las lágrimas con el delantal. Los niños no sabían lo que ocurría. En eso llegó Nemesio y se fue de la lengua, igual que su mujer, y lo contaron todo. El país estaba en pie de guerra. Salían camiones y tanques de todos lados. Fidel estaba en Matanzas, y también Almejeiras. Los americanos estaban berreando por la radio. Cuando oyó lo de los americanos, la abuela dejó de llorar y dijo secamente:
—¡Ay, si fuera yo hombre y tuviera un arma!
—No va a pasar na, vieja —la consoló Nemesio.
—Claro que no. ¡El pueblo está armao! —y, diciendo esto, se puso bonita la anciana.
Nachito miró a Nemesio y luego a la abuela, muy serio. Puso los brazos en jarras, y dijo:
—Yo voy a ser pionero, que me lo dijo mi papá, y luego joven comunista, y luego soldao, y defenderé a Cuba. ¿Verdad, abuela?
La abuela miró al nieto y se quedó callada. Luego se inclinó y lo alzó y lo besó en la frente, y allí donde le dio el beso parecía que brillaba más el sol.
Notas
-
En Viñales, en Puerto Esperanza y en otras partes del extremo occidental de Pinar del Río, hay vastos montes de encinas. ↩
