La araña

Aquel día le dio por la araña peluda. Desde que se levantó estaba con aquel barrenillo: tenía que coger una.
—¡Coger una qué…? ¡Una araña pelúa? ¡Pero tú estás loco, muchacho? —le gritó la abuela—. Mira, ¡sólo de oírtelo decir, estoy erizá! —y se estiraba el pellejo con los dedos para demostrárselo—. ¿Tú no sabes que las arañas esas dan una fiebre del demonio? ¡Oh, qué horribles son, con ese cuerpo tan indecente que tienen, lleno de pelos paraos!
Y dio media vuelta haciendo aspavientos. Nachito se quedó mirando perplejo las canillas de la abuela, que trotaban hacia la cocina, y luego se acercó al mamoncillo. Allí al pie del árbol, había un hueco grande.
—Ahí dentro tiene que haber una —se dijo el chiquillo. Miró a todos lados, y salió corriendo hasta llegar a un grupo de hierbas altas y finas. Escogió una pajita larga y delgada y, de un tirón, la arrancó.
—Ya tengo el lazo. Ahora me hace falta la lagartija.
Se puso a buscar entre las matas, hasta que vio una que estaba negra para confundirse con el tronco, pero no pudo escapar a la mirada de cernícalo de Nachito. Se estiró en la punta de los pies, aguantó el resuello y… ¡zas!, de un golpe hábil y preciso la cogió. El rabo saltó a un lado y comenzó a bailar una rumba estrepitosa en la arena, y Nachito estuvo un rato mirándolo con curiosidad, hasta que se quedó quieto del todo.
—¿Por qué los rabos de las lagartijas bailarán de ese modo, como si tuvieran dolor de barriga? —se preguntó.
La tarde era hermosa. Soplaba la brisa entre las ramas y cantaba una susurrante melodía cuando el niño, amarrada la lagartija por el pescuezo, la hacía entrar en la cueva a viva fuerza.
—¿No habrá nada? ¿Estará vacía?
Y miró hacia atrás con temor, no fuera cosa que la araña hubiera salido y lo sorprendiera por la trastienda. De repente, sintió un tirón, y el corazón le comenzó a golpear: ¡bom, bom, bom!, como si fuera un tambor. Aquello misterioso que tiraba desde allá dentro, desde lo oscuro, “erizaba”, como decía su abuela. “Jujujuuuuu!”, estornudó un guanajo cerca de él, y Nachito, sorprendido en su tarea, pegó un salto hacia atrás como si hubiera sido el mismo diablo el que hubiese gritado a sus espaldas. Furioso, se agachó, cogió una piedra y se la tiró al impertinente. El guanajo lo miró con cara de sorpresa y echó a correr a grandes zancadas, con el moco largo, larguísimo, dándole golpetazos en la cabezota llena de granos rojos. El niño no pudo dejar de sonreír ante un maligno pensamiento: “Se parece a la abuela cuando corre detrás del ternero.”
Volvió a meter la lagartija en el agujero. Había observado que tenía como una mordida en el lomo, y esto lo aseguró de que su anhelada presa estaba allí, dentro del hueco. Otro tirón, y otra vez el corazón le comenzó a bombear sonoramente.
—¿Qué haré ahora?
Entonces recordó que Julito le había explicado una vez que tenía que tirar poquito a poco, hasta que la araña saliera hasta el borde de la cueva; luego se cogía un palo puntiagudo y se le cerraba la entrada por detrás. Después no había más que meterla en una lata, y “ya está”. No tenía lata ni palo previsto, por lo que comenzó a tirar despacito, despacito, hasta que —“¡Diablos, qué fea es!”— asomó una cosa horrible por la boca de la cueva. La araña tenía agarrada fuertemente con sus pinzas a la infeliz lagartija, y no pensaba soltarla, por lo visto.
—¡Ya es mía! —pensó Nachín, y dio un tirón rápido. El bicho salió disparado por los aires y le cayó en el pecho, pero él lo sacudió de un manotazo y fue a dar al lado del mamoncillo, donde quedó aturdido, sin saber qué hacer, al sentirse así sacado de su oscura casa tan sorpresivamente. Nachito corrió y tapó con tierra el agujero.
—¡Ya está! ¡Ya no te puedes volver a meter! ¡Eh, qué te parece? —y se puso a mirarla fijo.
Torpemente, el animal, aturdido y cegado por la luz violenta del sol, caminaba desorientado hacia su nido, olvidado ya de la lagartija y presintiendo un grave peligro.
—¿Por dónde picará, cónfiti?
Nachín se agachó y le puso delante el pobre bicho muerto ya; pero la araña no estaba para comilatas, y menos a plena luz. Paraba las dos patas delanteras y amenazaba con sus tenazas hacia aquel enemigo flaco y rubio que se erguía delante de ella.
—Quizás no pique tanto como dice abuela. Abuela es muy exagerá —dijo en voz alta, como si hablara con alguien.
—¡Niiiño! ¡Na de exagerá! ¡Suelta esa lagartija indecente en seguida y pita pal bohío! ¡Ya sabía yo que tú estabas metío en un jelengue de éstos! ¡Me mata, me mata, me mata este chiquillo! ¡Mira que si ese bicho te pica se me iba a armar gusanera con tu padre! ¡Arrea pa casa! —y cogió un seboruco enorme y, cerrando los ojos, se lo tiró encima a la araña, que quedó despachurrada.
¡Ahora sí que se armó! Nachito comenzó a berrear y a berrear, y las guineas, los patos, los guanajos, las gallinas, los cochinos, y hasta el buey, se alborotaron, y aquello fue una sinfonía de graznidos, cacareos, gruñidos y mugidos que ponía los pelos de punta. Pero la abuela, sin hacer el menor caso a sus gritos, lo cogió por la cintura y se lo llevó como un fardo debajo del brazo para la casa, mientras el chiquillo daba patadas al aire y amenazaba con irse del bohío para siempre.
—¡Abusadora! ¡Abusadora! ¡No me quieres na! ¡Nadie me quiere!
Aquella noche Nachito lloró en sueños:
—¡Mi araña! ¡Abuela, eres mala, mala! ¡Yo quería la araña pa amansarla!
La abuela, al lado de la cama, estaba inquieta, temiendo que el niño tuviera fiebre de un momento a otro por el contacto con aquel animal inmundo.
Al día siguiente Nachito se levantó y asomó la cabeza por la rendija de la puerta.
—¡Niño! ¡A tomar la leche! —le gritó la abuela desde la cocina.
—¡Ya voy! ¡Pero en cuanto me tome la leche salgo pa fuera y busco un bujero y saco una araña pelúa! ¡Ya tú verás!
La abuela rezongaba que la leche estaba muy buena, porque tenía mucha nata y estaba bien ahumada. Y le guiñaba un ojo sonriendo, para conquistarlo; pero él no se dejó sobornar y le repitió dos veces lo mismo, para que se enterara bien. Ella hizo como que no oía, pero buscó un arique largo y toda aquella mañana, llena de brisa y de mariposas, se la pasó Nachito amarrado al horcón, enfurruñado y con una bemba de dos cuartas.
